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24 de julio de 2017

Autores consagrados del «boom» hispanoamericano

Autores consagrados del «boom» hispanoamericano

Entre finales de los cincuenta y principios de los sesenta se produce lo que se dio en llamar el «boom» de la narrativa hispanoamericana, a raíz de un poderoso lanzamiento editorial desde España con el que en gran medida se pretendía paliar la crisis por la que atravesaba el realismo social. La idea consistía en proponer una nueva novela en lengua española que actuase de hecho como referente para los narradores de nuestro país y que desde aquí se proyectase internacionalmente.
Los nombres que ofrecemos a continuación son, a nuestro parecer, los de los narradores hispanoamericanos consagrados más influyentes; no obstante, resulta arriesgado proponer una lista cerrada: primeramente, porque la obra de varios de ellos ha trascendido al gran público y ha encontrado una resonancia masiva mientras que la de otros muchos ha apostado por una vía minoritaria y cultista; en segundo lugar, porque algunos han obrado con tal cautela, que su producción apenas difiere hoy de la de hace veinte o treinta años, mientras que otros, por fin, han sufrido una evolución ideológica y estética tan profunda, que hoy apenas se reconoce en ellos a los narradores de aquellos años en que fueron lanzados como promesas internacionales. A todo lo cual hay que unir, por fin, la amplitud y número de autores y obras, que dificultan enormemente una selección rigurosa, a la vez que la ininterrumpida incorporación de jóvenes ha hecho madurar y evolucionar en nuevos sentidos la narrativa hispanoamericana.

a) García Márquez

El más difundido de los escritores hispanoamericanos actuales es el colombiano Gabriel García Márquez , sobre todo a partir de la concesión del Nobel en 1982. Aunque dicho galardón ha popularizado su nombre y su obra, ésta sigue asociándose básicamente a Cien años de soledad, una obra maestra que ha trascendido a su autor para convertirse en el símbolo de la reciente literatura hispanoamericana.
Antes de consagrarse literariamente, García Márquez había ejercido el periodismo —que nunca ha abandonado— en diversos puntos del globo, entre ellos Europa, Estados Unidos y otros países americanos. No sería hasta 1961 cuando el escritor colombiano se dedicase plenamente a la literatura, animado por el favor obtenido con la novela corta El coronel no tiene quien le escriba; su tensión, manifiesta en un estilo clásico y conciso, en una peculiar estructura y en un característico tratamiento del tiempo, transmite no obstante una sensación de total inmovilidad y, con ella, de desesperanza. Antes de ella, son dignos de reseñar Relato de un náufrago (1954), de tono periodístico; y La hojarasca (1955), con la que García Márquez iniciaba el llamado «ciclo de Macondo», del cual nos mostraría nuevos aspectos en dos obras de 1962, La mala hora y el libro de relatos Los funerales de la Mamá Grande.
La figura de García Márquez hubo de ser proyectada internacionalmente desde España, donde el escritor colombiano había encontrado algunos admiradores y protectores incondicionales (aun así, el manuscrito de Cien años de soledad, llamada a constituir un hito en la letras en lengua castellana y a difundir por todo el mundo la literatura hispanoamericana, rodó por diferentes editoriales hasta ver la luz). En Cien años de soledad (1967) encuentra su justa dimensión el mundo simbólico que obsesionaba desde hacía años a García Márquez y que en sus obras anteriores sólo había podido esbozar. La obra, encarada como una «novela total», como una representación globalizadora de la realidad americana, es una epopeya atemporal donde lo mágico se impone con fuerza pero también con naturalidad:
«[Melquíades] Había estado en la muerte, en efecto, pero había regresado porque no pudo soportar la soledad. Repudiado por su tribu, desprovisto de toda facultad sobrenatural como castigo por su fidelidad a la vida, decidió refugiarse en aquel rincón del mundo todavía no descubierto por la muerte, dedicado a la explotación de un laboratorio de daguerrotipia. José Arcadio Buendía no había oído hablar nunca de ese invento. Pero cuando se vio a sí mismo y a toda su familia plasmados en una edad eterna sobre una lámina de metal tornasol, se quedó mudo de estupor».
El Macondo de Cien años de soledad —que suele ser emparentado con la Yoknapatawpha de Faulkner — adquiere así proporciones míticas y trasciende artísticamente la explicación de la realidad hispanoamericana: naturaleza, religión y magia, ancestros, y —sobre todo— violencia y decadencia se unen y superponen en este relato poderoso y sugestivo cuya ficcionalidad en absoluto oculta la imposición de la dura realidad hispanoamericana.
Después de un período de silencio motivado por su convicción de no poder volver a escribir sobre Macondo, García Márquez publicó El otoño del patriarca (1975), que en cierta medida está emparentada con las novelas anteriores y que supone la contribución del autor colombiano al tema de la dictadura en la narrativa hispanoamericana. El otoño del patriarca está constituida por un largo, dilatado e ininterrumpido discurso narrativo en el cual confluyen sin solución de continuidad, narrativa y lógicamente hablando, diversos tiempos y voces —dominando, como en un monólogo interior, la del dictador—. Se imponen de este modo una escritura y una lectura carentes de signos de puntuación y que potencian una idea de inmovilidad y, con ella, unos sentimientos de decadencia y corrupción ajustados a la naturaleza del relato.
También se hizo esperar la siguiente novela de García Márquez, Crónica de una muerte anunciada (1981), preludiada por una publicidad que le aseguró un merecido éxito y que la ha convertido en la novela más difundida del autor después de Cien años de soledad. Sus valores fundamentales son su excelente estructura, bien estudiada para mantener el interés —ha sido calificada como «mecanismo de relojería»—; y su estilo poético, que —a nuestro entender— inaugura ya decididamente una nueva etapa en la prosa de García Márquez. Es precisamente este segundo estilo, nacido quizá de la consagración del autor y del «realismo mágico», el característico de sus últimas novelas: recordemos El amor en los tiempos del cólera (1985) y El amor y otros demonios (1993), dos novelas calificadas de «románticas» por sus dosis de ternura y su tendencia a lo folletinesco. Las últimas obras de García Márquez evidencian la seguridad y maestría del autor, pero también —pese a su notable altura y calidad literarias— cierto agotamiento evidente acaso en El general en su laberinto (1989), novela que trata la figura del «Libertador» Simón Bolívar con recursos a medio camino entre la seudobiografía y el género histórico.

b) Vargas Llosa

La actualidad, en los últimos años, del peruano Mario Vargas Llosa (n. 1936) se debe más a cuestiones políticas que literarias, como detractor del gobierno de su país y representante, él mismo, del conservadurismo burgués y europeizante limeño. Al margen de estas consideraciones, sus obras de la última década evidencian una seria y profunda evolución literaria que lo ha llevado de la estética crítico-realista —por la que se le consideraba afín a la «Generación del 50»— al idealismo y al subjetivismo; y del terreno de la creación narrativa al del periodismo y el ensayo. De cualquier modo, y por más que el conjunto de su producción ciertamente se caracterice por su renovación y experimentación continuas, en las últimas creaciones de Vargas Llosa acaso se eche en falta la intensidad con que cautivó en sus primeras novelas.
La primera de ellas fue La ciudad y los perros (1963), ambientada en un colegio militar de Lima, pálido reflejo de la podredumbre moral y material del país cuya estructura social atacaba. El sentido del realismo de La ciudad y los perros, basado en la utilización de nuevas técnicas narrativas —sobre todo, en el tratamiento del tiempo y en los diálogos y monólogos—, mostraba nuevas posibilidades del testimonialismo y sorprendió en España a una generación realista en crisis. La apertura a un nuevo realismo desde la fidelidad al tradicional, de deuda decimonónica —Flaubert ha sido siempre el maestro de Vargas Llosa—, domina sus siguientes novelas: La casa verde (1965) y Conversación en la Catedral (1970). La primera es un alarde de dominio estructural, pues narra tres historias distintas de sendos personajes en un período de tiempo bastante dilatado; la segunda, por su lado, es posiblemente la más dura de las novelas de Vargas Llosa, y constituye un auténtico auto de inculpación de la clase dirigente peruana —limeña en concreto— en la corrupción que, en la década de los cincuenta, floreció bajo la dictadura. Junto a las novelas hasta aquí citadas debemos recordar sus cuentos reunidos en Los jefes (1959) y la novela corta Los cachorros (1967), esta última una de sus obras más características a pesar de su brevedad y de su carga lírica y sentimental.
Distinto signo tienen, a nuestro parecer, las dos novelas posteriores de Vargas Llosa, Pantaleón y las visitadoras (1973) y La tía Julia y el escribidor (1977). Aunque también persiguen la crítica de las instituciones y la política nacionales, ambas lo hacen a partir de un sentido del humor que le permite al autor sustraer su atención del real objetivo de la denuncia: el Ejército en el caso de Pantaleón y las visitadoras, regularmente «visitado» por un destacamento de prostitutas en las regiones amazónicas; y la clase intelectual en La tía Julia y el escribidor, reducida a una cultura empequeñecida, torpe y rutinaria, aunque contemplada con cariño por el narrador peruano.
La guerra del fin del mundo (1981) posiblemente marca el fin de los ideales revolucionarios de Vargas Llosa y, con ellos, de una literatura decididamente realista y comprometida, siendo —no obstante— la novela en que existe una reflexión más seria y rigurosa sobre la revolución, el fanatismo, el papel de los intelectuales frente al pueblo y los políticos, etc. Basada en hechos históricos, La guerra del fin del mundo nos ofrece un cuadro del subdesarrollo del noreste del Brasil, donde un «santón» milagrero y carismático anuncia el fin del mundo y anima a los pobres y marginados a la rebelión última y total; descubierta la falsedad del «santón», aquélla será sofocada y negada la viabilidad siquiera de cualquier revolución. Después de La guerra del fin del mundo, que marca el punto de inflexión de su producción, el escritor limeño ha publicado obras de menor fortuna: Historia de Mayta (1984) plantea —acaso poco literariamente, lo que ha suscitado mayores polémicas y suspicacias— la inutilidad, la desconfianza y la invalidez de la revolución; tono menor tienen ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986), paródica y humorística, y la novela erótica Elogio de la madrastra (1988).

c) Cortázar

La obra del argentino Julio Cortázar (1916-1984) es quizás una de las menos «hispanoamericanas» —si se nos permite el estereotipo— de las producidas por los maestros del «boom». Nacido en Bruselas por azar y residente en Francia por voluntad (aunque sólo se nacionalizó al final de su vida), la producción de Cortázar, de marcado carácter europeo, se adscribe básicamente al estructuralismo y al formalismo narrativos, y se caracteriza por concebir el relato como un todo resultante de la perfecta imbricación de sus partes. Su idea de la novela se aproxima a la de Borges, aunque el racionalismo cientifista de éste deja lugar en Cortázar a la suspensión de toda certeza y de todo juicio. En su obra predomina el tema del azar como lugar de elástica confluencia entre realidad y potencialidad y, en consecuencia, el ambiente de sus relatos participa tanto del onirismo como de la irracionalidad y del misterio. Influido poderosamente por la tradición anglosajona del cuento de misterio (Cortázar ha sido uno de los mejores traductores de Poe al español), no debemos olvidar por otro lado su deuda con el existencialismo, que le hace potenciar el sentimiento del absurdo del hombre actual, su radical insolidaridad y su incomunicabilidad.
Su inicial tendencia a una literatura fantástica —los títulos de esta época serían el significativo Bestiario (1951) y Final del juego (1956)— derivó en su madurez hacia una especial atención a las posibles interferencias de lo maravilloso en lo cotidiano; es decir, a la búsqueda de la frontera entre realidad e irrealidad en la existencia humana, descubriendo así un sentido del «realismo mágico» inusitado y de alcance universal. Quizá sea en su ambiciosa novela Rayuela (1963), su obra maestra, donde mejor pueda conocerse el nuevo sentido que Cortázar le imprime a la narrativa hispanoamericana. 
Con un peculiar sentido del existencialismo, Rayuela propone la acción como realización del ser humano y la persecución de un ideal individual y social como meta del intelectual en particular y de todo hombre en general: desde este punto de vista, la novela preludiaba el mayo francés y exponía la necesidad del compromiso sociopolítico en Hispanoamérica (Cortázar fue defensor de la revolución cubana y simpatizante del sandinismo nicaragüense). Rayuela apuesta por la experimentación de nuevas técnicas narrativas de filiación neovanguardista y estructuralista, ofreciendo un ingente material narrativo que sorprende por su potencialidad y que se dispone en secuencias con múltiples combinaciones, algunas de ellas simplemente sugeridas. El resultado es la omnipresencia del autor como artífice de un todo cuyos elementos están en sus manos, cuyas claves pueden ser variadas y para cuya lectura demanda la colaboración del lector —hasta el punto de que la lectura por Cortázar de la secuencia número 62 de Rayuela originó una nueva novela: 62 modelo para armar (1968), que para muchos es, técnicamente, la más conseguida del autor—.
En Cortázar hay que reconocer a uno de los más hábiles narradores hispanoamericanos de las últimas décadas. Su magistral uso de las más diversas técnicas y, en concreto, de la voz del narrador, le permite organizar a su antojo el relato —siempre tenso e intrigante—, distanciándolo en diversos grados según la atracción que quiera ejercer sobre el lector. Quizá sea en sus numerosos cuentos donde mejor podamos observar todas estas características. Volúmenes como Las armas secretas (1964), Todos los fuegos el fuego (1966), Octaedro (1974) y Queremos tanto a Glenda (1981) señalan a Cortázar como uno de los grandes cuentistas de las últimas décadas —igualable a Borges, en quien veía a un maestro— y los relatos de los que se componen evidencian las posibilidades de un género a veces infravalorado y que Hispanoamérica ha contado y cuenta con excelentes cultivadores.

d) Fuentes

De todos los maestros de la nueva novela hispanoamericana, posiblemente sea el mejicano Carlos Fuentes  el menos conocido y el de obra menos popular. Quizá sea debido al carácter mismo de su producción, muy marcada por sus orígenes y formación: hijo de un diplomático mejicano y de madre norteamericana, en sus novelas confluyen las culturas hispana, indígena y anglosajona, y su arraigado y convencido culturalismo lo ha convertido en un autor relativamente minoritario.
Los inicios de la obra de Fuentes están vinculados a los de la generación mejicana que, por los años cincuenta, comenzó a incorporarse a las nuevas formas narrativas en su intento de superar el «indigenismo» oficial y de distanciarse de la Revolución como referente obligado. Sería La región más transparente (1958) la obra en que Fuentes daría por vez primera la medida de su talento: siguiendo la línea de la novela urbana de tema crítico, nos ofrece un retrato moral de la ciudad de México centrándose en las nuevas generaciones de intelectuales y en el capitalismo como contrapunto de los ideales revolucionarios que un día alentaran al pueblo mejicano. 
La región más transparente interesa, básicamente, por su carácter experimental, que rompe con el resto de la narrativa mejicana; así como por su particular conciliación de indigenismo y culturalismo, gracias a la cual se integran elementos de la tradición pre-hispánica y los de la actual civilización de la imagen. Una intención eminentemente crítica preside también La muerte de Artemio Cruz (1962), una de las novelas de Fuentes más justamente celebradas. Frente al fragmentarismo estructural y al barroquismo expresivo de su anterior novela, La muerte de Artemio Cruz apuesta por un estilo de clásica concisión y por una estructura simple —ambos de indudable modernidad— para ofrecernos un profundo análisis del fracaso de la revolución. La novela está dispuesta en doce capítulos que abarcan las doce horas de agonía del anciano oligarca Artemio Cruz, durante las que un narrador y él mismo —a través del monólogo interior y del diálogo con su conciencia— reconstruyen su vida de enriquecimiento, poder y traición a los ideales revolucionarios.
Muy distintas preocupaciones acoge la que para algunos es la obra maestra de Fuentes: Cambio de piel (1967), una novela asociada al movimiento «beat» norteamericano y que hace suyo el moderno mito de la carretera como modo de vida marginal. Sirviéndose de los recursos de la nueva narrativa y de elementos de otras artes —pintura y cine, fundamentalmente—, Cambio de piel resume los ideales y las inquietudes de finales de los sesenta: los comportamientos sexuales, la angustia existencial y la crisis de las relaciones personales e institucionales tienen su lugar en esta novela cuyo telón de fondo es, sin embargo, el México más profundo y ancestral, que se impone con la fuerza de su irracionalidad y de su misterio en esta época de radical inseguridad.

Después de alguna obra de menor aliento y de unos años de silencio creativo, Fuentes publicó Terra nostra (1975), una novela ambiciosa pero fallida. Carente de agilidad narrativa, excesivamente simbólica y repleta de alusiones culturalistas, Terra nostra resulta en verdad complejísima y exige del lector una vasta cultura, aunque en ella pueda encontrarse al Fuentes total, intérprete no sólo de la historia, la cultura y la vida mejicanas, sino también de la civilización y de la existencia humanas. Obras posteriores tampoco consiguieron ni la altura literaria ni el reconocimiento que Fuentes pretendía, al menos no hasta la publicación de Gringo viejo (1985), que puede ser tenida por otra de sus grandes creaciones. Frente a larga extensión de la mayoría de sus obras, Gringo viejo es una novela corta con la que Fuentes recupera su obsesión por las implicaciones de la Revolución Mexicana, esta vez recurriendo a la leyenda en torno a la muerte del escritor estadounidense Ambrose Bierce, según la cual éste se adentró en territorio mejicano en plena revolución buscando la muerte.
Fuente: Eduardo Iáñez- El siglo XX: literatura contemporánea, 1995


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