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11 de enero de 2017

Cuento: La historia según Pao Cheng de Salvador Elizondo


La historia según  Pao Cheng  de Salvador Elizondo

En un día de verano, hace más de tres mil qui­nientos años, el filósofo Pao Cheng se sentó a la orilla de un arroyo a adivinar su destino en la caparazón de una tortuga. El calor y el murmullo del agua pronto hicieron, sin embargo, vagar sus pensamientos y olvidándose poco a poco de las manchas del carey, Pao Cheng comenzó a inferir la historia del mundo a partir de ese momento. «Como las ondas de este arroyuelo, así corre el tiempo. Este pequeño cauce crece conforme fluye, pronto se convierte en un caudal hasta que des­emboca en el mar, cruza el océano, asciende en forma de vapor hacia las nubes, vuelve a caer sobre la montaña con la lluvia y baja, finalmente, otra vez convertido en el mismo arroyo ...» 

Éste era, más o menos, el curso de su pensamiento y así, después de haber intuido la redondez de la tierra, su movimiento en torno al sol, la trasla­ción de los demás astros y la propia rotación de la galaxia y del mundo. «¡Bah!», exclamó, «este modo de pensar me aleja de la tierra de Han y de sus hombres que son el centro inamovible y el eje en torno al que giran todas las humanidades que en él habitan...»

 Y pensando nuevamente en el hombre, Pao Cheng pensó en la historia-Desentrañó, como si estuvieran escritos en la caparazón de la tortuga, los grandes aconteci­mientos futuros, las guerras, las migraciones, las pestes y las epopeyas de todos los pueblos a lo largo de varios milenios. Ante los ojos de su imaginación caían las grandes naciones y nacían las pequeñas que después se hacían grandes y poderosas antes de ser abatidas a su vez. 

Sur­gieron también todas las razas y las ciudades ha­bitadas por ellas que se alzaban un instante majestuosas y luego caían por tierra para confun­dirse con la ruina y la escoria de innumerables generaciones. Una de estas ciudades entre todas las que existían en ese futuro imaginado por Pao Cheng llamó poderosamente su atención y su di­vagación se hizo más precisa en cuanto a los detalles que la componían, como si en ella estu­viera encerrado un enigma relacionado con su persona. Aguzó su mirada interior y trató de penetrar en los resquicios de esa topografía in­creada. 

La fuerza de su imaginación era tal que se sentía caminar por sus calles, levantando la vista azorado ante la grandeza de las construccio­nes y la belleza de los monumentos. Largo rato paseó Pao Cheng por aquella ciudad mezclán­dose a los hombres ataviados con extrañas ves­tiduras y que hablaban una lengua lentísima, in­comprensible, hasta que de pronto se detuvo ante una casa en cuya fachada parecían estar inscri­tos los signos indescifrables de un misterio que lo atraía irresistiblemente. A través de una de las ventanas pudo vislumbrar a un hombre que estaba escribiendo. En ese mismo momento Pao Cheng sintió que allí se dirimía una cuestión que lo atañía íntimamente. Cerró los ojos y acari­ciándose la frente perlada de sudor con las pun­tas de sus dedos alargados trató de penetrar, con el pensamiento, en el interior de la habitación en la que el hombre estaba escribiendo. 

Se elevó volando del pavimento y su imaginación traspuso el reborde de la ventana que estaba abierta y por  la que se colaba una ráfaga fresca que hacía temblar las cuartillas, cubiertas de incomprensi­bles caracteres, que yacían sobre la mesa. Pao Cheng se acercó cautelosamente al hombre y miró por encima de sus hombros, conteniendo la res­piración para que éste no notara su presencia. El hombre no lo hubiera notado pues parecía absorto en su tarea de cubrir aquellas hojas de papel con esos signos cuyo contenido todavía es­capaba al entendimiento de Pao Cheng. 

De vez en cuando el hombre se detenía, miraba pensa­tivo por la ventana, aspiraba un pequeño cilindro blanco que ardía en un extremo y arrojaba una bocanada de humo azulado por la boca y por las narices, luego volvía a escribir. Pao Cheng miró las cuartillas terminadas que yacían en desorden sobre un extremo de la mesa y conforme pudo ir descifrando el significado de las palabras que estaban escritas en ellas su rostro se fue nublando y un escalofrío de terror cruzó, como la repta-ción de una serpiente venenosa, el fondo de su cuerpo. «Este hombre está escribiendo un cuen­to», se dijo. Pao Cheng volvió a leer las palabras escritas sobre las cuartillas. «El cuento se llama La historia según Pao Cheng y trata de un filó­sofo de la antigüedad que un día se sentó a la orilla de un arroyo y se puso a pensar en... ¡Luego yo soy un recuerdo de ese hombre y si ese hombre me olvida moriré!...»

El hombre, no bien había escrito sobre el pa­pel las palabras «... si ese hombre me olvida mo­riré», se detuvo, volvió a aspirar el cigarrillo y mientras dejaba escapar el humo por la boca su mirada se ensombreció como si ante él cruzara una nube cargada de lluvia. Comprendió, en ese momento, que se había condenado a sí mismo, para toda la eternidad, a seguir escribiendo la historia de Pao Cheng, pues si su personaje era olvidado y moría, él, que no era más que un pensamiento de Pao Cheng, también desaparecería.

Salvador Elizondo



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