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15 de diciembre de 2016

EL CUENTO POPULAR: El viejo miseria (anónimo)

EL CUENTO POPULAR

       La costumbre de contar historias es muy antigua. Cuando aún no existía la escritura el hombre ya contaba cuentos que, con el tiempo, se fueron transmitiendo oralmente, de padres a hijos. Así, muchas historias sobrevivieron a través de los años y las generaciones, hasta que fueron escritas y recopiladas. Esto permitió que se conserven y llegaran hasta nosotros.
      Aunque un relato haya tenido originalmente un autor, una vez que el pueblo lo adopta como propio se transforma en popular; es decir, pasa a ser de toda la comunidad: es colectivo, de todos. Forma parte de la tradición de un pueblo. Por esta razón, los cuentos populares son anónimos, es decir, se desconoce su autor. Además, cada persona que transmite un cuento popular le agrega situaciones o detalles y así encontramos diferentes versiones de un mismo cuento.
       Los cuentos populares, también llamados tradicionales o folklóricos, son narraciones simples, porque tienen que ser “fáciles” de seguir cuando se los escucha. De allí que desarrollen una anécdota sencilla, sean espontáneos y redundantes, empleen frases breves e incluyan construcciones propias de cada región. Esa simplicidad se ve compensada por la presencia del relator. Así como en el cuento literario es determinante la figura del autor, en el cuento tradicional el relator tiene a su cargo lograr una versión atractiva de una historia ya conocida, memorizar episodios y diálogos y emplear tonos de voz, miradas y gestos para representar a los personajes o crear climas. Más que limitarse a contar un  cuento, el relator lo dramatiza para conquistar  a su auditorio.
      Existen, por lo menos, dos tipos de cuentos populares: los realistas (que tratan asuntos de la vida cotidiana) y los maravillosos (que tratan asuntos fabulosos y sobrenaturales, generalmente productos de antiguas leyendas o mitos). En ambos casos, los cuentos populares incluyen una cuota de humor.

Ahora vamos a leer un cuento que presenta algunas de estas características


Miseria (anónimo)

Este era un viejito herrero, pobre pero tan pobre, que todos le llamaban Mi­seria. Siempre andaba juntando cachivaches para poder trabajar, porque no podía comprarse los materiales. Resultó que una vez andaban por el mundo Dios y San Pedro, para ver la bon­dad de los hombres. Andaban con un burro, y, de repente, el burro perdió una he­rradura. Entonces San Pedro le dijo a Dios:
—Ahí veo una herrería. A lo mejor nos ayudan.
Llamaron a la puerta y cuando salió Miseria, en seguida los hizo pasar. El vie­jo revolvió entre las pilas de cachivaches hasta que encontró una manija de hie­rro. Fabricó la herradura y se la puso al burrito.
—¿Cuánto te debemos?— le preguntó Dios.
—Nada, paisano. ¿Qué les voy a cobrar, si son tan pobres como yo?
—Bueno— le dijo Nuestro Señor—. Para retribuir tu generosidad, podés pe­dirme tres gracias.
—¡Pedí el Cielo!, ¡pedí el Cielo!— le sopló San Pedro. Pero Miseria no le hizo caso.
—Quiero que el que se siente en mi silla, no se levante sin mi permiso.
 —Concedido.
—¡Pedí el Cielo, te dije!— se enojó San Pedro.
—Quiero que el que se suba a mi nogal, no se baje sin mi permiso.
—Concedido.
—¡Pedí el Cielo, viejo porfiado!— se enfureció San Pedro.
—¡Calláte, entrometido! Yo pido lo que se me da la gana. Quiero que el que se meta en mi tabaquera, no pueda salir sin mi permiso— terminó Miseria. Y lo miró desafiante a San Pedro.
Y Dios y San Pedro se fueron por esos mundos. Cuando se quedó solo con sus tres gracias, Miseria empezó a protestar:
—¡'Cha que fui sonso! ¡Si no me hubiera molestado ese viejo metido, au­ra podría tener un montón de plata! ¡Le vendería mi alma al diablo por un mon­tón de plata!
En ese momento sonó un trueno y de en medio de una nube de humo salió un caballero muy bien vestido. Nadie hubiera adivinado que era un diablo, a no ser por la cola y los cuernos, que no podía esconder.
—Mandinga, para servirte— dijo el caballero—. Hablemos de negocios. Firmame este papel y tenés diez años de riqueza y felicidad.
Miseria firmó. Enseguida se vio platudo y se fue a correr mundo y gastar a ma­nos llenas.
Cuando se cumplieron los diez años, la plata se acabó. Así que Miseria tuvo que volverse a su herrería. Prendió el fuego y ya estaba trabajando cuando apare­ció Mandinga, muy acicalado.
—En seguida estoy con vos— le dijo Miseria—. Sentáte no más en esa silla, mientras termino de prepararme para el viaje.
El diablo se sentó tranquilamente y Miseria se fue a dormir la siesta. Como no venía y no venía, el diablo empezó a removerse en la silla. Y ahí fue cuando sintió algo raro: por más que se movía, no se podía levantar. Mandinga empezó a aullar llamando a Miseria. Miseria se tomó su tiempo y cuando vino le dijo:
—¡Aja! Te tengo agarrado. Si no me das otros diez años y más plata, no te de­jo levantar.
Con tal de irse, el diablo firmó el trato. Pero en el infierno no quedaron con­formes con el arreglo.
Miseria se fue otra vez a correr el mundo y gastar a manos llenas. Al final de los diez años, volvió por la herrería.
Casi en seguida llegaron tres diablos a llevárselo y lo miraron con descon­fianza.
—Veníte con nosotros y te avisamos que no nos vamos a sentar.
—Faltaba más... Cómanse unas nueces mientras me preparo— dijo Miseria y se metió para adentro.
Ya se sabe que los diablos tienen todos los vicios. Estos tenían la gula. Fue ver el nogal y treparse a comer nueces. Cuando ya les dolía la barriga de tanto comer, se quisieron bajar. ¡Otra vez empezaron los aullidos llamando al herrero!
—¡Ajajá!— se relamió Miseria—. Diablos aprovechadores, me dejaron sin nueces. Si quieren bajar, les va a costar otros diez años y más plata.
Empachados como estaban, los diablos firmaron cualquier cosa. Pero en el in­fierno hubo gran disconformidad y más de un funcionario tuvo que renunciar.
Mientras tanto, Miseria andaba por el mundo, gastando a manos llenas. Diez años después, mucho más viejo y cansado, se volvió a su herrería.
Lo estaba esperando el infierno completo, con Satanás a la cabeza.
—El que hace un trato conmigo lo respeta, viejo ladino. ¡Quién te habrás creí­do que sos!— le gritó Satanás.
—Yo soy Miseria, el herrero. Pero lo que es a vos, no te conozco.
—Soy Satanás, el rey de los infiernos. Y te vengo a llevar conmigo.
—Ya te dije que no te conozco. Mira, ni siquiera te creo que seas Satanás.
—¿¡Ah, no!?
—No. Demostrameló. Metete en esta tabaquera con toda tu diablada...
 Y ya se sabe que, hace miles y miles de años, a Satanás lo perdió la soberbia. Al parecer no había aprendido la lección: se metió en la tabaquera con todos los diablos en menos que canta un gallo.
Miseria la cerró bien. La puso arriba del yunque, y entró a darle flor de paliza con el martillo... Ni les cuento cómo aullaban los diablos...
Y así un día, y otro día... Miseria meta martillar y Satanás meta suplicar... Hasta que el herrero se cansó.
—Bueno, los vi'a dejar salir si me prometen no volver nunca jamás por mi casa.
Lloraban los diablos y firmaron todo lo que Miseria quiso. Pero el viejo estaba cansado de vivir, así que decidió morirse. No bien se mu­rió, se fue derecho al Cielo. En la puerta lo atajó San Pedro:
—¿Qué andás haciendo, Miseria? ¿No estarás queriendo entrar?
—Pero,  San Pedro, 'cha que habías sido rencoroso...
—Viejo ladino, vos rechazaste el Cielo. Tres veces lo rechazaste. Ahora no po­dés entrar.
Miseria se fue al infierno. Cuando el diablo que le abrió la puerta lo recono­ció, se pegó flor de susto. Se armó un terrible griterío y más fuerte que nadie gritaba Satanás. Nada, que lo echaron nomás.
Así que Miseria se tuvo que quedar en la tierra, y por eso es que la miseria siempre anda  dando vueltas por el mundo.

FIN


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