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8 de octubre de 2011

CUENTO POPULAR O FOLKLÓRICO: De cómo maese Renard robó los pescados

CUENTO POPULAR O FOLKLÓRICO:

De cómo maese Renard robó los pescados

Este texto procede de Le Roman de Renard, Payot, 1924, versión moderna elaborada por Leopold Chauveau sobre los manuscritos de los siglos Slip, XIV y XV ordenados por el erudito M.D.M. Meón (Cfr. í.e román de Renard, Treuttel y Wüntz, 1828).

El tema del animal que se finge muerto o que se vale de alguna treta para obtener comida se encuentra presente en el folklore español, africano y americano. En Cuentos Populares de España, de Aurelio Espinosa, cfr. "El lobo deso­llado vivo" (N9 202) y los recopilados bajo los números 203, 207 y 223. En Susana Chertudi, Cuentos Folklóricos de la Argentina (1a. y 2da. serie) cfr. "El quirquincho y el zorro" y "El zorro come lechiguanas".

El invierno había llegado y ese año el frío era grande. En su castillo de Malpertuis maese Re­nard, el zorro, no tenía qué comer. No se crea que el castillo era verdaderamente un castillo, edificado en la cima de un cerro inaccesible, con sus to­rres, matacanes, fosas y puentes levadizos, como los que habitan los poderosos. No. Malpertuis era un hoyo que había cavado el mismo Renard hasta convertirlo en una madriguera estrecha y sombría. Pero era, sin embargo, una buena casa, con incontables puertas para huir en los momentos de apuro.

Hermeline, la mujer de maese Renard, no podía salir, obligada a permanecer en la morada para cuidar a sus hijos, Percehaie y Malebranche, to­davía pequeños para ir de caza.

Ambos infantes comenzaron a llorar de hambre frente al imperturbable Renard, cuyo apetito no había llegado a trocarse aún en dolorosa hambre. Sólo cuando llegó a ese punto el zorro se decidió a salir.

Sentado sobre sus patas traseras junto al cami­no, temblando bajo el viento frío, girando la cabe­za a derecha e izquierda, alargando las orejas y husmeando el aire, maese Renard reconoció final­mente, entre los variados perfumes que pasaban, el característico olor del pescado, y caviló que muy bien podía surtirse con la carga de una carreta que avanzaba y de la que provenía, sin duda, ese suave y reconfortante aroma.

Se trataba, desde luego, de una carreta de pes­cadores que llevaba al mercado grandes canastas de arenques y otros pescados capturados en el mar, junto con cestas rebosantes de anguilas com­pradas a lo largo del camino. Los pescadores con­taban con vender ese rico cargamento en la aldea próxima, a la que pensaban llegar al día siguiente, que era viernes y como todos saben uno de los días más apropiados para la venta de pescados. ..

y he aquí lo que hizo el zorro para obtener ladi­namente su parte.

Maese Renard se acostó a lo largo del camino fingiéndose muerto, con el cuerpo flojo, la boca entreabierta, la lengua colgando y los ojos cerra­dos. Al verlo el carretero que encabezaba la mar­cha se detuvo e hizo señas a su compañero para que sofrenase los caballos. El otro se acercó con la codicia y la agilidad del lobo.

–¿Es un zorro o un tejón? –preguntó–. Parece dormido. Acerquémonos sin despertarlo y puede que logremos atraparlo.

Ambos se aproximaron y el zorro permaneció inmóvil mientras los otros lo tanteaban y empuja­ban con la punta del pie.

–Es un zorro –dijo uno–, y parece muerto. Por fortuna podemos atraparlo sin correr el riesgo de ser mordidos. ¡Mira qué dientecitos!, v mientras lo decía retorcía despiadadamente el hocico de Renard, quien permanecía absolutamente inmóvil pese al rudo manoseo.

Por fin lo alzaron, le hicieron cosquillas y lo sa­cudieron para asegurarse de que estaba realmente muerto. Renard, entretanto, no se movía ni respi­raba para no espantar a sus captores.

–Está bien muerto –dijo el primero–, y es un hermoso zorro. Mira qué pelo espeso y qué bella gorguera blanca. Su piel vale por lo menos cuatro monedas.

–¿Cuatro monedas? –exclamó el otro–. ¡No la daría ni por cinco!

–¡Cuatro, cinco o seis! Ya lo trataremos ma­ñana con maese peletero. Por ahora metamos al finado Don Zorro en la carreta, sobre nuestras ca­nastas, y esta tarde, en llegando al albergue, lo desollaremos para que la piel no se eche a perder. Cuando Renard se encontró instalado en el sitio que mentaran sus captores rió para sus adentros, al pensar en lo cercano que se hallaba del codiciado botín. Sin perder el tiempo abrió uno de los cestos y se dedicó velozmente a devorar cuanto encontraba, sin detenerse a paladear si se trataba de arenque, lamprea, bacalao, platija, lenguado u otro pescado cualquiera. Por supuesto que no desdeñaba las migajas, y afanosamente engullía escamas, espinas, aletas y colas y cabezas, hasta que por fin –con el hambre ya saciada– pensó en su familia y destapó una cesta, que por el aroma debía contener anguilas.

–Estas son anguilas –se dijo, y por gula probó una pizca, aunque verdaderamente no pudo seguir adelante, de modo tal que eligió las dos más ro­bustas, las fijó a un collar que había fabricado con briznas de mimbre hurtadas de un manojo que lle­vaba la carreta y saltó al camino Al escuchar el ruido los sorprendidos conductores volvieron las cabezas.

–¡Adiós, amigos –les gritó el zorro–, y buen viaje! Os he comido algunos pescados y me llevo las dos mejores anguilas del lote. Mucho lamento que no podáis cobraros con mi piel. ¡Cuatro mo­nedas! ¡Cinco, seis! No es demasiado caro y por eso me las llevo. ¡Adiós y buen viaje!

Los carreteros lo persiguieron arrojándole pie­dras y palos, mientras le gritaban:

–¡Que un mal rayo te parta, bestia inmunda!

Renard huyó hacia el bosque y los mercaderes, pesarosos y desconcertados, volvieron a su carre­ta, pero más abatidos quedaron después de com­probar el estrago que había hecho el astuto zorro en sus cestas de pescado.


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