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2 de agosto de 2011

HISTORIA ARGENTINA : LA GRAN INMIGRACIÓN

HISTORIA ARGENTINA : LA GRAN INMIGRACIÓN

Los primeros pasos de la transformación economicosocial del país, dados en las tres décadas que siguieron a Caseros, comprometieron su desarrollo futuro. Los tres grupos poseedores se enriquecían y, al mismo tiempo, parecían abrirse amplias perspectivas para los hombres de trabajo capaces de iniciativa y sacrificio. Y no sólo para los nativos. En Europa, los que se habían empobrecido a causa del desarrollo industrial y de la falta de tierras, comenzaron a mirar hacia la Argentina vislumbrando en ella una esperanza, y gruesos contingentes de inmigrantes llegaron al país cada año para incorporarse a la carrera de la prosperidad. A falta de una política colonizadora, se distribuyeron según sus inclinaciones. El resultado fue que la antigua diferencia entre las regiones interiores y las regiones litorales se acentuó cada vez más, definiéndose dos Argentinas, criolla una y cosmopolita la otra. En esta última se poblaron los campos de chacareros, pero sobre todo crecieron las ciudades, a las que los nuevos y los antiguos ricos dotaron de los signos de la civilización vista en el espejo de París: anchas avenidas, teatros, monumentos, hermosos jardines y barrios aristocráticos donde no faltaban suntuosas residencias.

Pero la riqueza no se distribuyó equitativamente. Con el mismo esfuerzo de los que prosperaron, otros envejecieron en los duros trabajos del campo sin llegar a adquirir un pedazo de tierra o se incorporaron a los grupos marginales de las ciudades para arrastrar su fracaso. La sociedad argentina, por la diversidad de sus elementos, comenzó a parecer un aluvión alimentado por torrentes diversos, que mezclaban sus aguas sin saber hacia qué cauce se dirigían. Florencio Sánchez-el autor de La Gringa y de M'hijo el dotor- llevaba al teatro el drama de los triunfos y los fracasos de aquéllos a quienes el aluvión arrastraba; y en La restauración nacionalista Ricardo Rojas, al celebrarse el centenario de la Independencia, describía no sin angustia, el cuadro de una sociedad que parecía hallarse en disolución.

A medida que se constituía ese impreciso sector de inmigrantes y de hijos de inmigrantes, la clase dirigente criolla comenzó a considerarse como una aristocracia, a hablar de su estirpe y a acrecentar los privilegios que la prosperidad le otorgaba sin mucho esfuerzo. Despreció al humilde inmigrante que venía de los países pobres de Europa, precisamente cuando se sometía sin vacilaciones a la influencia de los países europeos más ricos y orgullosos. De ellos aprendió las reglas de la high life, la preferencia por los poetas franceses y la admiración por el impecable corte inglés de la solemne levita que acreditaba su posición social. Y de ellos recibió también cierto repertorio de ideas sobre la economía y la política que los ministros y los parlamentarios expusieron brillantemente en memorables discursos que recordaban los de Gladstone o de Ferry. Era una imitación inevitable, porque la Argentina se había incorporado definitivamente al ámbito de la economía europea, cuya expansión requería nuestras materias primas y nos imponía sus manufacturas. Pero como Europa ofrecía también el contingente humano de sus excedentes de población, las clases medias y hasta las clases populares comenzaron a caracterizarse por nuevas costumbres y nuevas ideas que desalojaban la tradición nativa.

También fue inevitable que el país sufriera las consecuencias de los conflictos económicos y políticos en que se sumió Europa. Gran Bretaña invirtió grandes capitales y considero que, automáticamente, nuestros mercados le pertenecían, no vacilando en exigir, con tanta elegancia como energía, que se mantuviera fielmente esa dependencia. La Argentina fue neutral en las dos grandes contiendas europeas, y gracias a ello abundaron las provisiones en los países aliados. Mientras hubo guerra surgió en el país una industria de reemplazo, pero al llegar la paz, los países que lo proveían de manufacturas trabajaron por recuperar sus mercados, ocasionándose entonces graves trastornos económicos y sociales. Y la Argentina pagó el tributo de fuertes conmociones internas que no sólo reflejaban su propia crisis, sino también la de los países europeos.

Sólo después de esas duras experiencias comenzó a advertirse que el país tenía vastos recursos que abrían nuevas posibilidades: el petróleo, las minas de carbón y de hierro, las viejas industrias del vino, del azúcar y de los tejidos y otras nuevas que comenzaban a desenvolverse. Los empresarios descubrieron las excelentes condiciones del obrero industrial argentino y las universidades comenzaron a ofrecer técnicos bien preparados. Todo favorecía un nuevo cambio, excepto la dura resistencia de las estructuras tradicionales, tanto económicas como ideológicas.

Conservadorismo y radicalismo fueron la expresión de la actitud política de los dos grupos fundamentales del país: el primero representó a los poseedores de la tierra y el segundo a las clases medias en ascenso, deseosas de ingresar a los círculos de poder y a las satisfacciones de la prosperidad. El socialismo aglutinó a los obreros de las ciudades y, en ocasiones, atrajo a una pequeña clase media ilustrada. Pero las masas criollas que se desplazaron del interior hacia el litoral en busca de trabajo y de altos jornales, crearon una nueva posibilidad política que convulsionó el orden tradicional.

El país conoció otras opciones: entre católicos y liberales, entre partidarios de los aliados y partidarios del eje Roma-Berlín, entre simpatizantes de los Estados Unidos y adversarios de su influencia en la América latina. Esas opciones provocaron conflictos que, en parte, contribuyeron a esclarecer las opiniones.

En ochenta años se constituyeron y organizaron universidades, academias y sociedades científicas que estimularon la investigación y el saber. El país ha tenido filósofos profundos como José Ingenieros, Alejandro Korn y Francisco Romero; investigadores científicos como Florentino Ameghino, Miguel Lillo y Bernardo Houssay; pintores y escultores ilustres como Martín Malharro, Rogelio Yrurtia, Lino Spilimbergo y Miguel Victorica; escritores insignes como Leopoldo Lugones, Roberto Payró, Enrique Banchs, Ezequiel Martínez Estrada y Jorge Luis Borges. En el seno de una sociedad heterogénea y entre el fragor de la lucha entre los opuestos, se hace poco a poco una Argentina que busca su ordenamiento economicosocial y una fisonomía que exprese su espíritu.

Los primeros pasos de la transformación economicosocial del país, dados en las tres décadas que siguieron a Caseros, comprometieron su desarrollo futuro. Los tres grupos poseedores se enriquecían y, al mismo tiempo, parecían abrirse amplias perspectivas para los hombres de trabajo capaces de iniciativa y sacrificio. Y no sólo para los nativos. En Europa, los que se habían empobrecido a causa del desarrollo industrial y de la falta de tierras, comenzaron a mirar hacia la Argentina vislumbrando en ella una esperanza, y gruesos contingentes de inmigrantes llegaron al país cada año para incorporarse a la carrera de la prosperidad. A falta de una política colonizadora, se distribuyeron según sus inclinaciones. El resultado fue que la antigua diferencia entre las regiones interiores y las regiones litorales se acentuó cada vez más, definiéndose dos Argentinas, criolla una y cosmopolita la otra. En esta última se poblaron los campos de chacareros, pero sobre todo crecieron las ciudades, a las que los nuevos y los antiguos ricos dotaron de los signos de la civilización vista en el espejo de París: anchas avenidas, teatros, monumentos, hermosos jardines y barrios aristocráticos donde no faltaban suntuosas residencias.

Pero la riqueza no se distribuyó equitativamente. Con el mismo esfuerzo de los que prosperaron, otros envejecieron en los duros trabajos del campo sin llegar a adquirir un pedazo de tierra o se incorporaron a los grupos marginales de las ciudades para arrastrar su fracaso. La sociedad argentina, por la diversidad de sus elementos, comenzó a parecer un aluvión alimentado por torrentes diversos, que mezclaban sus aguas sin saber hacia qué cauce se dirigían. Florencio Sánchez-el autor de La Gringa y de M'hijo el dotor- llevaba al teatro el drama de los triunfos y los fracasos de aquéllos a quienes el aluvión arrastraba; y en La restauración nacionalista Ricardo Rojas, al celebrarse el centenario de la Independencia, describía no sin angustia, el cuadro de una sociedad que parecía hallarse en disolución.

A medida que se constituía ese impreciso sector de inmigrantes y de hijos de inmigrantes, la clase dirigente criolla comenzó a considerarse como una aristocracia, a hablar de su estirpe y a acrecentar los privilegios que la prosperidad le otorgaba sin mucho esfuerzo. Despreció al humilde inmigrante que venía de los países pobres de Europa, precisamente cuando se sometía sin vacilaciones a la influencia de los países europeos más ricos y orgullosos. De ellos aprendió las reglas de la high life, la preferencia por los poetas franceses y la admiración por el impecable corte inglés de la solemne levita que acreditaba su posición social. Y de ellos recibió también cierto repertorio de ideas sobre la economía y la política que los ministros y los parlamentarios expusieron brillantemente en memorables discursos que recordaban los de Gladstone o de Ferry. Era una imitación inevitable, porque la Argentina se había incorporado definitivamente al ámbito de la economía europea, cuya expansión requería nuestras materias primas y nos imponía sus manufacturas. Pero como Europa ofrecía también el contingente humano de sus excedentes de población, las clases medias y hasta las clases populares comenzaron a caracterizarse por nuevas costumbres y nuevas ideas que desalojaban la tradición nativa.

También fue inevitable que el país sufriera las consecuencias de los conflictos económicos y políticos en que se sumió Europa. Gran Bretaña invirtió grandes capitales y considero que, automáticamente, nuestros mercados le pertenecían, no vacilando en exigir, con tanta elegancia como energía, que se mantuviera fielmente esa dependencia. La Argentina fue neutral en las dos grandes contiendas europeas, y gracias a ello abundaron las provisiones en los países aliados. Mientras hubo guerra surgió en el país una industria de reemplazo, pero al llegar la paz, los países que lo proveían de manufacturas trabajaron por recuperar sus mercados, ocasionándose entonces graves trastornos económicos y sociales. Y la Argentina pagó el tributo de fuertes conmociones internas que no sólo reflejaban su propia crisis, sino también la de los países europeos.

Sólo después de esas duras experiencias comenzó a advertirse que el país tenía vastos recursos que abrían nuevas posibilidades: el petróleo, las minas de carbón y de hierro, las viejas industrias del vino, del azúcar y de los tejidos y otras nuevas que comenzaban a desenvolverse. Los empresarios descubrieron las excelentes condiciones del obrero industrial argentino y las universidades comenzaron a ofrecer técnicos bien preparados. Todo favorecía un nuevo cambio, excepto la dura resistencia de las estructuras tradicionales, tanto económicas como ideológicas.

Conservadorismo y radicalismo fueron la expresión de la actitud política de los dos grupos fundamentales del país: el primero representó a los poseedores de la tierra y el segundo a las clases medias en ascenso, deseosas de ingresar a los círculos de poder y a las satisfacciones de la prosperidad. El socialismo aglutinó a los obreros de las ciudades y, en ocasiones, atrajo a una pequeña clase media ilustrada. Pero las masas criollas que se desplazaron del interior hacia el litoral en busca de trabajo y de altos jornales, crearon una nueva posibilidad política que convulsionó el orden tradicional.

El país conoció otras opciones: entre católicos y liberales, entre partidarios de los aliados y partidarios del eje Roma-Berlín, entre simpatizantes de los Estados Unidos y adversarios de su influencia en la América latina. Esas opciones provocaron conflictos que, en parte, contribuyeron a esclarecer las opiniones.

En ochenta años se constituyeron y organizaron universidades, academias y sociedades científicas que estimularon la investigación y el saber. El país ha tenido filósofos profundos como José Ingenieros, Alejandro Korn y Francisco Romero; investigadores científicos como Florentino Ameghino, Miguel Lillo y Bernardo Houssay; pintores y escultores ilustres como Martín Malharro, Rogelio Yrurtia, Lino Spilimbergo y Miguel Victorica; escritores insignes como Leopoldo Lugones, Roberto Payró, Enrique Banchs, Ezequiel Martínez Estrada y Jorge Luis Borges. En el seno de una sociedad heterogénea y entre el fragor de la lucha entre los opuestos, se hace poco a poco una Argentina que busca su ordenamiento economicosocial y una fisonomía que exprese su espíritu.

FUENTE: Breve historia de la Argentina -José Luis Romero- Primer tomo

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