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22 de junio de 2008

la Ilíada de Homero. Resumen del argumento


RESUMEN DEL ARGUMENTO DE LA ILÍADA:

La pugna entre Oriente y Occidente, que se admite, por lo general que tuvo efecto hacia 1200 A.J., había puesto en juego la dominación del Helesponto. Sin embargo, para la imaginación popular las causas económicas y políticas son demasiado abstractas y prosaicas. El sentimiento del vulgo imaginó un motivo para la guerra completamente distinto: el rapto de la bella Helena. De los cantos sobre la guerra de Troya y sus héroes han nacido los dos grandes poemas de Hornero: la Ilíada, que trata de la guerra misma, y
la Odisea, que describe las aventuras del héroe Ulises una vez terminados los combates.
La historia de la guerra de Troya comienza con el relato la manzana de la discordia: Eris, diosa de la discordia, trató de sembrar cizaña entre las tres diosas Hera, esposa de Zeus, Palas Atenea, diosa protectora de las artes y las ciencias, Afrodita, diosa del amor. Eris fue la única divinidad que no pudo asistir a una fiesta nupcial a la que fueron invitados todos los dioses y diosas, y se vengó arrojando a los convidados una manzana de oro con la leyenda: «Para la más bella». Y el ambiente de la fiesta se agrió por completo. Al fin, Zeus, padre de los dioses, consiguió hacer entrar en razón a las tres diosas que se disputaban el galardón, convenciéndolas en someter la decisión al príncipe Paris, cuya belleza también era muy celebrada. El padre de Paris, Príamo, era rey de Troya o Ilión, como así mismo se la llamaba.
Paris apacentaba los rebaños de su padre en el monte Ida, cerca de Troya. Un día se le acercaron las tres diosas y le pidieron que zanjara la cuestión: Hera prometió hacerle el rey más poderoso de la Tierra si le concedía la manzana, y Afro­dita que le concedería como recompensa la mujer más bella del mundo. «La manzana te pertenece», dijo Paris sin titubear, ofreciéndola a la diosa del amor. .
Helena, esposa de Menelao, rey de Esparta, era considerada como la mujer más bella del mundo y hacia allí se dirigió Paris, donde el rey le acogió con hospitalidad. La bella Helena se enamoró pronto de él pero temía ser infiel a su esposo. Entonces, París determinó precipitar los acontecimientos: penetró una noche en el cuarto de la reina, la condujo a su nave y partió rumbo a Troya. Al saberse la noticia del rapto en toda Grecia se levantó una ola de indignación. Menelao y su hermano, el poderoso rey Agamenón de Micenas, llamaron a todos los príncipes griegos al combate para vengarse del infame seductor. Sedientos de guerra, todos respondieron al llamamiento y la flota griega reunió más de 1200 barcos.
Agamenón fue nombrado generalísimo de este ejército.
Cuando los griegos arribaron al país de los troyanos, situa­ron sus naves en la playa y las protegieron con una muralla. Después, pusieron sitio a la ciudad de Troya. La lucha fue dura e indecisa la suerte de las armas; los años pasaban sin que el conflicto se resolviera. Héctor, hermano de París, era el gue­rrero más valiente de los troyanos; Aquiles, el más valiente entre los griegos. Bastaba la presencia de uno o de otro para poner al enemigo en fuga. Al llegar el año décimo de la guerra, la fortu­na empezó a abandonar a los griegos. Un reparto de botín fue causa de la enemistad entre Aquiles y Agamenón.
La Ilíada se abre con esta disputa. Las invectivas que se dirigen ambos héroes están llenas de sabor y de elocuencia. Aquiles descarga así su furor:
«Costal de vino, tú que tienes ojos de perro y corazón de ciervo, nunca has tenido el valor de ponerte la coraza para com­batir al mismo tiempo que tus guerreros ni de acompañar a los más valientes aqueos para acechar en las emboscadas; exponer tu persona te parece la muerte. Sin duda es más provechoso en el vasto campamento de los aqueos despojar de su recompensa al que se atreve a contradecirte. Eres un rey que devora al pueblo porque gobiernas sobre un grupo de cobardes. Si fuera de otra manera hoy cometerías tu última infamia.»
Lleno de cólera y de amargura, Aquiles pronunció un dis­curso preñado de consecuencias: en adelante, no desenvainaría la espada contra los troyanos. Se retiró a su tienda y sólo per­mitió la compañía de Patroclo, su amigo y hermano de armas.
Los griegos sabían que Aquiles era insustituible y estaban desesperados. Cansados de esta lucha interminable y deseosos de volver a sus casas, muchos guerreros se dirigieron a los barcos para hacerse a la mar. Pero el astuto Ulises, rey de Ítaca, les salió al encuentro y les avergonzó de su retirada tan poco honrosa, rogándoles que no lo abandonaran todo en un mo­mento de desesperación, como niños caprichosos, sino que se mantuvieran firmes. Sus palabras hallaron eco. La nostalgia de los griegos se transformó en ardor guerrero y, con amenazadar griterío, se lanzaron de nuevo contra los troyanos.
Cuando éstos los vieron, salieron de la ciudad para enfren­se a los griegos en batalla campal. Paris marchaba al frente del ejército. Cuando Menelao divisó al raptor de su esposa y lo vio «marchar con paso marcial al frente del ejército, orgulloso como un pavo real», se lanzó hacia él con todo el fuego de su ira y el apuesto príncipe perdió su combatividad.
«De la misma manera que un hombre que ve una serpiente en los repliegues de una montaña vuelve de un salto sobre sus pasos y se aparta, y sobrecogido de temor retrocede con el rostro lleno de palidez, así se replegó entre la multitud de los troyanos, exaltados por el temor del átrida, Alejandro, hermoso como un dios.»
Héctor, al verle, le interpeló con palabras mortificantes:
«Maldito Paris, presumido, libertino, sobornador, ojalá mueras sin descendencia y sin conocer el lazo conyugal!
Estas palabras insultantes reanimaron el valor de Paris, y provocó a Menelao a un duelo singular en que se pondría en juego a Helena como trofeo. Después, los griegos volverían a su país. Griegos y troyanos dejaron las armas y se dispusieron a contemplar e! combate como pacíficos espectadores. Sin embargo, Paris no tuvo necesidad de poner excesivo valor en la lucha. Cuando pareció que la suerte le volvía la espalda, su protectora Afrodita intervino para salvarle: envolviéndole en una densa nube le llevó al «cuarto perfumado» del palacio de Troya.
Pero él intentó entonces hacerse pasar por héroe a los ojos de su esposa, golpeando con energía aquellas armas de las que no había obtenido ninguna victoria. Sin embargo ella no se dejó alucinar y se lamentó ante su cuñado Héctor: «Ahora los dioses nos han enviado esta desgracia, Y que yo no tenga siquiera un esposo más valiente, sensible a los reproches y afrentas de los hombres!»
jç Qué abismo separa a Paris y Helena de los dos esposos modelo Héctor y Andrómaca! No se encuentra en la literatura universal una imagen más lograda del amor conyugal. Héctor es, sin duda, la figura más atractiva de toda la Ilíada. Homero, el gran poeta, nos describe en ella con especial simpatía el retrato de Héctor, hijo, padre y esposo.
Después del duelo entre París y Menelao, los griegos juz­garon que su campeón había triunfado, pero los troyanos no estaban de acuerdo. Y se determinó un nuevo desafío: el duelo se celebraría esta vez entre Héctor y Ayax, el más valiente guerrero entre los griegos, después de Aquiles. «Como furiosos leones», Ayax y Héctor se arrojaron uno contra otro y de ambas partes llovieron golpes de espada hasta que la oscuridad puso fin a la lucha.

Al día siguiente, montado sobre su carro y al frente de sus hombres, Héctor atacaba a los griegos. Al poco tiempo se entabló una lucha cuerpo a cuerpo, llena de proezas, junto a las naves. Algunos héroes griegos fueron heridos. Los griegos tenían su última esperanza depositada en Aquiles. Patroclo se dirigió apresurado hacia su compañero de armas y le contó hasta qué grado de desesperación habían llegado los suyos, encareciendo a Aquiles que les ayudara. Sólo con que los troyanos le vieran en el combate perderían todo su valor. Pero Aquiles permaneció inquebrantable. No obstante, si su armadura era capaz de espantar a los troyanos, podía ponérsela Patroclo y conducir los guerreros de Aquiles al combate.
Dicho y hecho. A la vista de la armadura de Aquiles todos pensaron, amigos y enemigos, que el propio Aquiles volvía a tomar parte en la lucha y los griegos se envalentonaron. Al contrario, los troyanos se llenaron de temor y sólo tuvieron un pensamiento: buscar su salvación en la huida. Los griegos se lanzaron en su persecución. El carro de Patroclo corría en vanguardia de las líneas griegas y muchos troyanos perecieron bajo sus golpes. Pero a las puertas de la ciudad, Héctor detuvo su carro, dio media vuelta y se revolvió contra Patroclo: Al final. Héctor traspasó con su lanza al enemigo y llevó la armadura de Aquiles como trofeo a Troya.
Cuando Aquiles supo que había perdido a su mejor amigo y su armadura, se encolerizó. Arrasado en lágrimas, prometió no dar sepultura a su amigo difunto hasta no obtener la cabeza de Héctor como trofeo.
Las lamentaciones llegaron a la resplandeciente gruta donde vivía, en el océano, Tetis, la madre del héroe. Tetis, cariñosa, salió a la superficie y trató de consolar a su hijo, prometiéndole que el dios del fuego le forjaría a petición suya, una armadura. A la mañana siguiente, Aquiles pudo ponerse una armadura nueva, más bella que la anterior y con voz de trueno reunió a los griegos. Y en medio de las aclamaciones se reconcilió con Agamenón y se precipitaron al combate.
La lucha fue tan feroz que los mismos dioses que hasta ahora sólo habían ayudado a sus protegidos en los momentos peligrosos, llegaron ahora a las manos.
Aquiles no tenía más que un pensamiento: vengar a su amigo y sembró el terror y el luto entre los troyanos.
El hijo de Peleo,Héctor, por su parte, se lanzó contra él como un león que deseara aplastar a una multitud de hombres.
La derrota obligó a los troyanos a encerrarse en su ciudad; sólo Héctor permaneció fuera de los muros. El anciano Príamo miraba
Con espanto a Aquiles que protegido con su armadura
resplandeciente se acercaba a su hijo. Cuando el héroe griego tuvo cerca a su enemigo, el gran Héctor tuvo miedo y emprendió la huida. Aquiles le persiguió tres veces alrededor de los muros de la ciudad. Al fin, Héctor se detuvo y le hizo frente. El duelo comenzó.
Héctor sacó su espada y se precipitó furiosamente contra su enemigo; pero Aquiles lanzó un segundo venablo con tanta fuerza que Héctor fue traspasado de parte a parte.
Aquiles tomó la armadura del cadáver y vengó a su amigo arrastrando el cuerpo del troyano con su carro. Llevó así el cuerpo hasta su tienda y le abandonó sin sepultura a los perros y aves de rapiña. Por el contrario, se organizaron solemnes exequias en memoria de Patroc1o.
Después, se preparó una colosal hoguera en la que se incineró al muerto junto con sus caballos y perros preferidos. Y se erigió un túmulo sobre sus cenizas. Al fin, los dioses tuvieron piedad de Héctor y de su familia. El mismo Zeus llamó a Tetis y rogó a la diosa que persuadiera a su hijo para que devolviese el cuerpo de Héctor al desconsolado padre. Cuando Príamo penetró en la tienda de Aquiles, el héroe se dejó ablandar por las súplicas del anciano. Más aún, prorrumpió en sollozos y dec1aró que devolvería el cuerpo de Héctor sin cobrar el crecido rescate que el rey llevaba consigo.
Troya se llenó de lamentaciones cuando los despojos del héroe penetraron en la ciudad, y se le incineró en medio de solemnísima pompa.
Así termina la llíada. Pero se conservan otros poemas y relatos griegos y romanos que cuentan cómo Aquiles fue mortalmente herido por una flecha disparada por el cobarde Paris. La flecha alcanzó el talón de Aquiles, el único lugar vulnerable de su cuerpo. Cuando niño, su madre le había sumergido en las aguas de la Estigia, laguna del infierno, haciéndole así invulnerable a todas las armas. Sólo el talón, por donde le sostenía su madre, no tocó el agua de la laguna y permaneció vulnerable. Para colmo de desgracias, la flecha estaba envenenada y Aquiles murió de la herida. Como éste, Paris fue también alcanzado por una flecha emponzoñada, y así acabó el hombre que desenca­denó la hecatombe.
Como la guerra duraba ya diez años sin conseguir la rendi­ción de Troya por las armas, el astuto Ulises ideó una estra­tagema: se construiría un caballo gigantesco en donde se ence­rrarían él y algunos hombres esforzados, mientras el resto de los griegos simularían abandonar el asedio y levar anc1as rumbo a su país, aunque en realidad se ocultarían en la isla de Ténedos, no lejos de Troya. Pero esta historia se cuenta en la Odisea, el otro gran poema de Homero


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